13 oct 2010

princesa ¿de qué palacio?

No sé que día fue exactamente, pongamos que fue el día cero. Me desperté y antes de que pudiera verme supe que tenía otra cara y otra piel. Me miré las manos y tampoco eran las mismas. Ya no había rastros de algo anterior, no había trabajos, caricias, dibujos ni golpes. Eran manos nuevas, blancas, suaves. Brillaban como un espejo y tenían la textura de un algodón. Eran mías, igual que las otras manos, llenas de daños y de sueños que ya no estaban. Mi pelo se aclaró y mis ojos ya no son los míos, recuerdo que pensé, son transparentes ahora, apenas veo las secuelas de lo que fuera una imagen. ¿No veo o veo todo diferente?, pensaba y no hallaba respuesta alguna. Quizás era yo misma y no podía verme. No entendía que pasaba. No fue miedo, fue desesperación por la incertidumbre de saberme distinta siendo yo misma en un cuerpo que era mío pero que ya no era mi cuerpo. Estaba desnuda, tapada con una sábana de hilo fino blanco, que tenía un bordado color piel. Me dio frío, hacía frío en esa habitación, era un frío atérmico, cálido, absolutamente extraño.
Miré a mis costados. Una mesa de luz me esperaba con grandes anillos rebalsados de diamantes y una gargantilla haciendo juego. Más atrás, un vestidor, terriblemente elegante, del cual colgaba una percha con un vestido rosado de seda y encaje.
Me levanté y pisé cada centímetro con la cautela de quien desconoce. Mi andar se volvió liviano y sentía que un haz de luz me atravesaba la cabeza. ¿Esto era la felicidad, un cuento, un chiste de mal gusto o qué estaba pasando?
Abrí las cortinas de la habitación y percibí que afuera hacía calor. Era un afuera que no pertenecía a ese adentro. La ventana se volvió un abismo y todo aquello era impalpable. Un sol radiante se esparcía en cada rincón del parque. Los niños jugaban, se oía uno, dos, tres, cuatro, pica mi amigo, cuenta el otro, no cuento yo. Unos lloraban con las rodillas y codos llenos de sangre, las madres los limpiaban con servilletas de papel. Los perros se apareaban, los sin nombre dormían en los bancos, en los árboles, en el cordón de la vereda. Una niñera dibujaba una rayuela, unas viejitas tomaban mate y reían púberes enamorados haciendo un picnic.
Yo quería estar ahí, quería ser como ellos. No quería reposar en una cama antigua, no quería ser de la realeza, no quería. Quería manchar mis pantalones con barro y tener astillas en los dedos, comer pochoclos aunque hicieran mal y pelearme por la hamaca a los gritos con cualquiera de esas nenas. No quería tener mi propia hamaca, ni una dieta protocolar y mucho menos quería tener tantas camas como para no saber jamás que se siente arroparse con una bolsa de dormir. No quería anillos, ni gargantillas, quería ponerme collares de madera y pañuelos en la cabeza y ser ridícula si eso lo ameritaba. Quería una mamá que me limpie y no cien amas de llaves que masajeen mi corazón.
Pero yo era princesa. Ese día, el día que desperté en esa habitación, era princesa. No podía pensar porque mis pensamientos tampoco eran míos. Hay que pensar al revés, me dije, ¿qué no haría nunca ahora? Ser princesa. Eso quería ser yo, antes, princesa. Retrocedí y acudió a mí un fragmento del pasado como en una película de ciencia ficción.
Estaba en casa, en mi departamentito de tres ambientes, con mi mamá a los gritos haciendo la comida y mis hermanos peleando por el jueguito de la computadora. Mi papá estaba durmiendo, mirando tele o no estaba, quién sabe. Yo estaba enamorada de alguien que no estaba enamorado de mí. Mis amigos no eran ideales, eran amigos y eso estaba bien. Pero yo quería cambiar mi vida. Desesperada, recurrí a un viejo truco de señoras aburridas: llamé a la doña, esa mujer de velas y gatos negros que todos conocen y pocos nombran. Encontré su número teléfonico en la guía mensual del barrio, después de revolver el revistero del living, el de la habitación y hasta el del baño. Le pedí urgentemente una cita. Cien pesos, dijo, sólo la consulta, el resto lo arreglamos cuando escuche tu caso. Tu caso, eso me sonó gravísimo, me sentí en la Corte de Justicia o en un hospital a punto de entrar en coma. Días después me encontraba frente a ella, cabizbaja, como quien no quiere la cosa. Temí por mí, pero ya no había vuelta atrás. Susurré: Quiero ser princesa. Me gritó: Pendeja, hablá más fuerte que de un oído no escucho y en el otro tengo audífono, viste. En ese momento dejé de creerle, pero ahí estaba, con el billete violeta en la mano y nada que perder. Le dije, confiada: Quiero ser princesa, quiero largar todo a la re puta mierda y ser princesa.
Me encontré después así, siendo alguien quien yo no era, rodeada de cosas ajenas a mí. Con otro cuerpo, otro pelo, otra piel. No era yo, era un holograma de alguien que podría ser yo misma disfrazada de mí, pero no era yo. Esa no era mi identidad. Tenía brillos y muchas mucamas esperándome allá abajo, seguramente con tés de arándanos y frutos traídos del fin del mundo especialmente para mí. Habría tal vez un príncipe con cara de cuento de hadas, pero yo no lo amaba y no iba a amarlo jamás: en su perfección estaba el principio de mi desgracia. Su caballo blanco no era lo que es una bici pinchada traída a cuestas y sus criados no son jamás lo que mis amigos. No quería compartir con ellos mis cenas y fiestas de gala, mejor es un asado, unos fideos con tuco, una birrita con los pibes en una fiesta, la que venga, o en la calle misma, al borde de la autopista.
Me senté en el piso, junté fuerzas, respiré hondo, y dije al aire: Llevame a mi vida.
Ahora estoy acá, en mi casa mientras mi vieja cocina, mis hermanos pelean y mi viejo duerme o se queja de algo. Mis amigas me llaman con escándalos amorosos que no dan respiro y el amor de mi vida, honestamente, no tengo la menor idea en donde está. Pero me miro al espejo y soy yo, tengo mi cara, con una piel no tan perfecta, pero es mía. Mi pelo, mis ojos, mi cuerpo, todo es mío. Mis manos están como pueden, un poco vendadas, con las uñas mal pintadas y anillos que lejos están de rebalsar diamantes, pero sus rasguñitos tienen historia y me hacen feliz.

Moraleja: Nunca trates de dejar de ser quien eres y mucho menos pagues por ello (después te va a costar más caro).

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