Menos mal que era tu persona la que se encontraba a la derecha de mi brazo. No podría haber dicho basta y llorar tumbada al lado de otro vago que no fueras vos, con esa cara de poca expresión y mi pelo enredado entre tus manos. Me conocés, sabías, sabías, estoy segura de que sabías que acto seguido al pucherito se me iba a piantar un lagrimón. No te pongas mal, me dijiste, y yo creo que pensé que si supieras todo lo que pasaba dentro mío no dirías algo semejante. Creo que te quedarías inmóvil o saldrías corriendo, cada cual actúa como puede frente a ese tipo de situaciones de shock emocional. De todas maneras estabas ahí, a mi costado, con tu silencio penetrante, inmune a mis palabras y rodeos.
¿Me puedo fumar un pucho? Se va a llenar de humo, pero bueno, dale, fumá, no me molesta. El humo se esparció en la habitación y yo pensaba que mis pulmones y mi corazón estaban igual de inundados de ese humo gris y con olor a humedad, y por algún motivo que desconozco seguía alimentándome de eso. Me contaste de ella. Te conté de él. Hablamos de nosotros. Una cosa, otra, otra y otra más. Hablamos sin parar de lo que fuera, hablamos porque no hay nada que sepamos hacer mejor que hablar. El gris se fue tiñiendo de algún color, un color clarito de luz apagada y televisor encendido, un color de muerte de noticiero, un color de compañía a pesar de toda barbarie. Un salto nos hizo volar y el agua nos inundó lavando toda humedad y todo desastre.
Supe al fin que era hora de ponerle forma a nuestro amor y hacer de las tobilleras, mitad perdida, mitad atada, la marca en nuestra piel, que casi podría ser la misma piel. Incondicional. Sin condición. Eso es. Amarnos incondicionalmente aunque las condiciones nos condicionen todo lo que planeamos alguna vez. Después de todo, planear, planear, son sólo planes. La vida es otra cosa, es una caja de sorpresas, yo diría como vos y vos dirías como todo tu maldito fútbol.
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